27 de agosto de 2020

La profesión científica. Recordando a Max Weber en el centenario de su muerte

Por Rafael Martínez Rivas

En 1917, tres años antes de su fallecimiento, del que ahora se cumplen 100 años, Max Weber pronunció en Múnich una conferencia que tituló La ciencia como profesión.

Weber había sido invitado por la Federación de Estudiantes Libres, una asociación de estudiantes universitarios que iniciaba su andadura en los primeros años del siglo XX y que alertaba contra la profesionalización de la enseñanza universitaria. A juicio de Marcel Schwab, miembro de los estudiantes libres, la profesionalización era un ídolo burgués que había invadido la totalidad de la vida y que en la enseñanza, en concreto, venía de la mano de una creciente especialización que debía ser superada.

De esta manera, la conferencia de Max Weber se produjo en un contexto en el que la especialización era ya un hecho innegable de la vida académica que cuestionaba, además, la idea de ciencia que había dominado la vida académica alemana. A lo largo del siglo XIX, esta había ido unida al concepto de Bildung, esto es, al desarrollo personal del individuo. Weber, al contrario que Schwab, no inició su conferencia analizando el deber ser de la universidad, sino que lo hizo preguntándose por la situación y la organización de la profesión científica o, de forma más precisa, por “la situación de un estudiante que haya terminado la carrera y esté decidido a dedicarse profesionalmente a la ciencia en la vida académica” (51).


La organización del trabajo científico

Para analizar esta situación, Weber compara la organización del trabajo científico en Alemania y el lugar del joven que aspira a iniciarse en la vida académica, con la misma organización y situación profesional en Estados Unidos. Aquí Weber constata, por un lado, las penurias sufridas por los jóvenes académicos en los procesos de selección, en los que se combinan el mérito, la suerte y la “aristocracia del espíritu” y en los que el académico no está libre de la precariedad económica y de la inseguridad laboral.

Por otro lado, Weber percibe una americanización de la organización académica alemana, basada en la conversión capitalista de los grandes institutos de medicina y ciencias. A juicio de Weber, la necesidad de grandes medios de producción obliga a una reconversión hacia una suerte de capitalismo de estado que produce una creciente proletarización del universitario, que, en tanto que trabajador, queda ahora separado de los medios de producción.

En todo caso, no son solo las insuficiencias del proceso de selección las que hacen que la carrera del investigador sea azarosa. Para Weber, las universidades están sumidas en la competencia por los alumnos, pero es evidente que las características del buen profesor no son las mismas que las del buen investigador. Así, introduce un debate, en el que no profundiza a lo largo de la conferencia, pero que puede ser traído de nuevo: la distancia entre la profesión del investigador y la del profesor universitario. No obstante, Weber se limita a constatar que las virtudes del buen profesor y del buen investigador no necesariamente coinciden y que, además, ser tomado por un mal profesor equivale a una “sentencia de muerte académica”.

Así pues, y antes de preguntarse por la condición “interna” de la profesión científica, Weber sentencia con pesimismo: “La vida académica, por tanto, es un puro azar. Cuando me vienen jóvenes académicos para pedirme consejo sobre la habilitación, casi no se puede aceptar la responsabilidad de asesorarles. Si es un judío, se le dice naturalmente: lasciate ogni speranza. Pero también a cualquier otro hay que preguntarle en conciencia: ¿Cree usted que va a soportar que, año tras año, pasen por encima de usted mediocridades tras mediocridades sin amargarse y sin destruirse en su interior? Entonces se recibe siempre la misma respuesta: “naturalmente, yo viviré solo para mi “profesión””. Pero yo al menos he conocido a muy pocos que aguantaran eso sin hacerse un daño interior a sí mismos” (61).

En todo caso, la condición “interior” de la profesión científica en 1917 está marcada, para Weber, por la especialización del conocimiento. Esta especialización implica que, en el campo de la ciencia, solo puede realizarse algo “perdurable” si es algo especializado. Pero también implica que un investigador no puede abarcar nunca la totalidad del conocimiento y que, por tanto, su trabajo está destinado a ser superado por otras investigaciones. Así, la ciencia moderna requiere una ética investigadora muy particular, en la que la investigadora siente una pasión absoluta por su trabajo, hasta el punto de que “el destino de su alma” (62) depende de la comprobación de una hipótesis concreta y, en consecuencia, su “personalidad” está al servicio de la causa que estudia.

El sentido de la ciencia y el sentido de la vida

No obstante, queda en el aire una pregunta fundamental; si el trabajo científico está destinado a ser superado, ¿cuál es el sentido de la ciencia? Para Weber, el progreso científico es la parte más importante de un proceso de racionalización del mundo que implica su desencantamiento, su “desmagificación”. Esto significa, para Weber, “el conocimiento o la fe de que, si se quisiera, se podrían conocer en cualquier momento esas condiciones [de la vida]; significa, por tanto, el conocimiento o la fe en que básicamente no existen poderes ocultos imprevisibles que estén interviniendo sino que, más bien, en principio, todas las cosas se pueden dominar mediante el cálculo” (71).

Pero este proceso de racionalización no ha acercado a la ciencia y a la vida, porque no da sentido a las preguntas de la vida y la muerte. La ciencia no tiene sentido, porque no puede responder a las que, según Tolstói, son las preguntas fundamentales: “qué debemos hacer y cómo debemos vivir”.

Así pues, las ciencias pueden ofrecer resultados para preguntas que se suponen relevantes, pero no pueden demostrar ellas mismas por qué esas preguntas son relevantes. O, dicho de otro modo, la ciencia no puede realizar juicios de valor.

Para Weber, la abstención de realizar juicios de valor es una exigencia para la ciencia que brota tanto de las posibilidades epistemológicas de la misma como del hecho del pluralismo de valores, que nace “de haber probado del árbol del conocimiento” (27). La tarea de la ciencia es la constatación de los hechos, su determinación lógica o matemática y la comprensión interna de los fenómenos culturales.

"El juicio sobre el valor y el sentido de los mismos es una tarea que corresponde no al maestro, sino al profeta."

Esta distinción de tareas requiere una profundización en la ética académica. Para Weber, exige de los profesores la abstención de realizar juicios de valor, que deben ser sustituidos por la enseñanza de determinadas tareas concretas, de la capacidad de aceptar los hechos (especialmente los hechos incómodos) y de poner el estudio por delante de la propia persona. Por parte de los alumnos exige, sin embargo, mirar de frente al pluralismo de los valores y no pretender de sus profesores un liderazgo que los convertiría en profetas.

Todo esto no quiere decir, para Weber, que la aportación de la ciencia sea superflua. Al contrario, el sociólogo distingue cuatro ámbitos en los que la ciencia enseña algo para la vida:

  • Aporta un conocimiento técnico sobre el dominio del mundo;
  • Enseña métodos e instrumentos para pensar;
  • Proporciona claridad sobre los valores en lucha;
  • Ayuda a que el estudiante pueda reflexionar sobre el sentido último de sus propias acciones.

Weber termina su conferencia animando a los alumnos a trabajar y a hacerse cargo de sus vidas. Frente al “estremecedor destino” (108) del pueblo judío al que se le dijo que esperara (Isaías 21, 11-12), Weber extrae la conclusión de que “solo con añorar y esperar no se hace nada”, por lo que hay que hacer otra cosa: “vayamos a nuestro trabajo y estemos a la altura de las “exigencias de cada día”, tanto humana como profesionalmente. Estas exigencias son simples y sencillas, si cada uno encuentra el espíritu que sostiene los hilos de su vida y le obedece” (108).

De esta manera, empujando a trabajar y a cargar con las exigencias de la profesión científica, finaliza Weber una conferencia que no ha pasado aún al olvido. Quizá sea porque su conferencia, antes que el análisis de un especialista, parece estar en los inicios de la comprensión contemporánea del trabajo científico. Dicho de otro modo, Weber constató las características que tenía la profesión científica en 1917 y, haciéndolo así, pronunció una conferencia que tiene carácter fundacional.

"Mientras en el mundo haya universidades similares a las que Weber analizó, su texto seguirá siendo iluminador."

Esto no significa que todo en su conferencia sea incontrovertible, pero tampoco Weber lo pretendía, pues, como hemos señalado, su teoría de la ciencia es una teoría del progreso y del olvido de cada investigación individual. En este sentido, su comprensión de la Teología como ciencia parece hija de algunos prejuicios modernos difícilmente aplicables hoy en día.

La precariedad académica

En cambio, su visión de la precariedad académica es hoy tan cierta como ayer y no parece que el mundo post-Covid 19 vaya a ser mucho mejor para la Universidad. Al contrario, las universidades españolas no se habían recuperado aún de la anterior crisis económica cuando se ven empujadas, como el resto del mundo, a una nueva recesión.

Pero conviene tener en cuenta que esta recesión no afecta solo a una institución con su frío carácter administrativo, sino también a la vida de centenares de investigadores que realizan sus trabajos académicos en condiciones de precariedad o incluso fuera de la universidad. Y, como señala Weber, este trabajo nace de un impulso vocacional, de manera que el académico parado sufre un doble castigo: el del paro y el de no poder cumplir su vocación. Pero esta realidad vocacional parece quedar fuera de cualquier ayuda y comprensión por parte de la sociedad y de la política, que, sin embargo, sí la entiende cuando obliga a estos mismos académicos precarios a publicar en revistas y congresos de forma gratuita o, incluso, a costa de sus propios bolsillos.

Es interesante, también, la distinción señalada por Weber entre las características del buen profesor y del buen investigador. No obstante, Weber se limita a constatar que no es necesario que las virtudes requeridas para una y otra tarea coincidan en una sola persona. A mi juicio, no sería disparatado que las universidades pensaran en una mayor división entre estas tareas, pero no debería hacerse constatando las diferencias, sino pensando en los aportes mutuos. Es decir, ¿qué aporta la investigación a la docencia? ¿Y la docencia a la investigación?

Conclusión

Sea como fuere, Weber sigue enseñando hoy algo que en las ciencias sociales es, literalmente, fundamental. Es decir, que forma parte de la fundación de la ciencia social tal y como hoy la conocemos; a saber: que en la academia no deben realizarse juicios de valor, que esta tarea corresponde al individuo y que, sin embargo, la ciencia puede ofrecer los métodos para analizar la estructura lógica de estos juicios de valor, así como sus consecuencias probables. La academia no es el lugar en el que opinar sobre el mundo, pero no es ajena al mundo. Al contrario, la academia es al mismo tiempo su lugar aventajado, pues va en cabeza en la “racionalización” del mundo, y su último vagón, pues convierte al mundo en su objeto de estudio.

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Tanto la información contextual como las citas se han obtenido de la edición de La Ciencia como Profesión preparada por Joaquín Abellán para la Editorial Biblioteca Nueva (2019).

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Tomado del Blog de Studia XXI - Universidad, sí con permiso de sus editores