Escrito por Juan Manuel Moreno
Universidad Nacional de Educación a Distancia, UNED
Palabras clave: política educativa, organismos internacionales, evidencia, sistemas educativos, PISA
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Introducción: la educación en los tiempos de opacidad
A comienzos de siglo, dejé la vida académica en España y me mudé a Washington DC para incorporarme al Banco Mundial como especialista de educación. En esos años, había un programa de la radio pública estadounidense que gozaba de una audiencia descomunal y que, creo recordar, se emitía los domingos. El autor y presentador era Garrison Keillor, y el programa, de una comicidad tan inteligente como irresistible, versaba sobre una localidad imaginaria en Minnesota, con el nombre de Lake Wobegon. Al inicio del programa, Keillor presentaba cada episodio con una frase que es ya parte del acervo común en Estados Unidos: “Lake Wobegon, el pueblo donde todas las mujeres son fuertes, todos los hombres son guapos, y todos los niños están por encima de la media”. En mis primeras misiones con el Banco, me tocaba reunirme y trabajar con ministros de educación de países exsoviéticos en Asia Central. La primera reunión era siempre una variación sobre lo que terminé denominando “momento Lake Wobegon”: el ministro comenzaba su intervención diciendo que su país tenía el mejor sistema educativo del mundo. Las razones de semejante aserto estaban en el número de medallas conseguidas en las últimas olimpiadas de matemáticas o también en los campeonatos regionales e internacionales de ajedrez. Esto era motivo suficiente para que el ministro asumiera que, como en Lake Wobegon, todos los escolares de su país estaban por encima de la media (en este caso, además, de la media mundial).
Después de la publicación de los primeros datos de PISA, en noviembre de 2001, y sobre todo cuando salieron los de la segunda oleada, a finales de 2004, los momentos Lake Wobegon en las reuniones con ministros cesaron radicalmente. De repente, por efectos del impacto mediático de PISA (más incluso que por los datos en sí mismos, habrá que reconocer), no era ya posible reclamar, al menos con gesto serio, que una medalla de oro en matemáticas colocaba a un país por encima de la media en materia de resultados de aprendizaje de sus estudiantes y, con ello, en calidad de la educación. Así que las reuniones con los ministros centroasiáticos pasaron a tener un comienzo muy distinto: ¿Qué tenemos que hacer para ser como Finlandia? Por poco que uno se esforzara en responder a esa pregunta con algunas propuestas – hablo de 2004 y los años inmediatamente siguientes –, la reacción siempre era de desconfianza y escepticismo ante sugerencias tales como “invertir más en preescolar y expandir la oferta pública en ese nivel del sistema”, “reformar los exámenes de acceso a la secundaria superior y a la universidad”, “dar más autonomía profesional al profesorado y a las escuelas”, y otras del mismo estilo. El interés por ser como Finlandia se apagaba de inmediato al escuchar cosas así, y toda la evidencia y los datos de PISA se transformaban en algo exótico e irrelevante para el ministro.
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A la irrupción de PISA, que indudablemente “cambió el juego” y el debate educativo tanto a nivel nacional como internacional, se añadió también en ese comienzo de siglo la movilización de recursos, totalmente sin precedentes, para financiar la agenda de Educación para Todos (EPT), que había marcado como objetivo universalizar la enseñanza primaria para 2015. En ambos casos, PISA y EPT, los organismos internacionales habían entrado con mucha fuerza en el sector educativo, y lo habían hecho de una manera distinta a lo visto hasta ese momento: generando datos sobre los resultados de aprendizaje en los países ricos – PISA – y planteando objetivos de desarrollo que requerían inversiones billonarias en los países ahora llamados emergentes – EPT y la llamada Iniciativa de la Vía Rápida. Si bien los organismos internacionales más establecidos en materia educativa (UNESCO, UNICEF, Bancos de Desarrollo regionales y Banco Mundial) llevaban la voz cantante en esa masiva movilización de recursos, se sumaron muy pronto las agencias bilaterales de desarrollo de muchos países, y posteriormente fundaciones y ONG, alguna de ellas muy influyente precisamente por su capacidad de generar evidencia sobre el impacto de las políticas y las inversiones en educación (Save the Children, por ejemplo).
La banalidad del bien
Ante este cambio de fase en el sector de la educación global, la definición y el acuerdo sobre las prioridades de inversión se convirtieron en un asunto central. Para muchos, la buena noticia era que se consiguiera movilizar tanta financiación para educación y que, siendo el sector tan vital y tantas las necesidades, cualquier inversión marcaría una diferencia positiva, sin duda en comparación con la situación anterior, es decir, con no invertir nada. La educación se percibe como algo tan importante que no cabría hablar de despilfarro, es decir, “gasta, que algo queda” podría ser la máxima implícita en este optimismo militante. Así, buena parte de los organismos y agencias, dependiendo de factores de lo más variado, buscaron su nicho de intervención preferente, eligiendo para empezar un subsector prioritario (para la cooperación española, por ejemplo, fue la Formación Profesional, del mismo modo que para la Comisión Europea fue en un principio la Educación Superior). Para otros actores, sin embargo, el objetivo prioritario de universalizar la educación primaria demandaba una suerte de condena de cualquier inversión en secundaria o en superior, entendiéndose que el gasto que realmente combatía la pobreza y contribuía a construir el sistema educativo de los países en desarrollo era el que iba a primaria y solo a primaria. Todo lo demás sería dinero mal gastado o, al menos, no gastado en lo que de verdad importaba y era además más urgente.
Por los mismos motivos, surgieron voces que abogaban por gastar prioritariamente en incrementar salarios del profesorado y mejorar sus condiciones laborales, o por racionalizar y optimizar las redes de centros buscando una mayor eficiencia del gasto; argumentos no faltaban tampoco para invertir en políticas de descentralización de la educación, con más autonomía para distritos y escuelas, o en sistemas de evaluación del desempeño estudiantil o, por supuesto, en la producción autóctona de libros de texto, de la que muchos países en desarrollo carecían casi por completo. Y, para cerrar esta enumeración que no pretende ser exhaustiva, sobre todo a partir de 2003, irrumpieron con fuerza “visionarios” de la tecnología educativa que vaticinaban auténticos milagros gracias a la inversión en tablets y portátiles – One Laptop per Child (OLPC) llegó a ser una suerte de lema universal – para los sistemas escolares de los países emergentes. Ante tantas opciones de inversión, y con tantísimas opciones políticas y abogados de cada causa, hacía falta algo más que buenos vendedores de ideas; era necesario disponer de evidencia empírica sólida, de datos confiables, sobre cómo de milagrosas terminaban siendo todas esas iniciativas, empezando por las revoluciones tecnológicas supuestamente infalibles. Porque si no, si todo valía porque todo era necesario y conveniente para los objetivos de desarrollo educativo, podría parafrasearse a la gran Hanna Arendt y afirmar que la agenda educativa global se había instalado en la banalización del bien.
Allá por 2003, en ese momento de abundancia de recursos – especialmente de ayuda oficial al desarrollo – para el sector educativo, la educación se convirtió en el quinto pilar de la política exterior de los países ricos y desarrollados. Y es que, con datos de aquellos años, el 70 por ciento de esa generosa y creciente ayuda bilateral al desarrollo en educación se iba a pagar asistencia técnica, es decir, que los países ricos transferían fuertes cantidades a los países emergentes para desarrollo educativo, pero sutilmente condicionadas a que siete de cada diez euros se dedicaran a pagar consultorías y asistencia técnica del propio país donante, con lo que, al final, se ayudaba influyendo, se gastaba facturando, y se creaba un mercado para el futuro de un sector nacional, el de la educación, que estaba llamado a internacionalizarse y globalizarse. En ese contexto, cualquier cosa podía ser en efecto un buen negocio, santificado además con las etiquetas de “cooperación” y “ayuda al desarrollo”.
Los datos, la evidencia y el conocimiento sobre la educación son bienes públicos
Fueron una vez más los organismos internacionales – llamados multilaterales – los que ya en esos años de bonanza y de compromiso con la agenda educativa global dieron prioridad a la evaluación de políticas, innovaciones e intervenciones, y con ello a la obtención de evidencia sólida y a su uso transparente en la toma de decisiones sobre inversiones prioritarias en educación. Del papel de la OCDE ya hemos hablado (a pesar de que su contribución en este frente va mucho más allá de PISA), y los Bancos de Desarrollo, muchas veces a través de fondos fiduciarios financiados por agencias bilaterales (la holandesa jugó un papel crucial desde muy pronto, por poner un ejemplo), también incrementaron su esfuerzo al respecto. Ya en este período fue acumulándose la evidencia de que no existen los milagros en educación; ni siquiera podía sostenerse que basta con echar mucho dinero encima a los retos educativos para resolverlos. Es más, el despilfarro de recursos, es decir, gastar mal en educación, tiene consecuencias devastadoras, y en mayor medida para los países, las comunidades y las personas que más la necesitan.
Al comenzar la Gran Recesión a finales de 2008, y con ello iniciarse un nuevo periodo de vacas flacas en la financiación del desarrollo educativo global, la necesidad de evidencia para fundamentar las prioridades de política educativa se hizo todavía mucho más urgente (y de paso también mucho más polémico). Cuando los recursos se limitan, el consenso sobre qué gasto recortar y cuál mantener es mucho más difícil de conseguir. Había quedado de manifiesto que en educación no hay fórmulas mágicas ni vacunas milagrosas. De hecho, hoy sabemos que evitar que mueran prematuramente millones de niños es muchísimo más fácil que conseguir que esos mismos niños aprendan a leer comprensivamente y a escribir correctamente en su idioma. En educación los “tratamientos” duran doce años, es decir, lo que dura la escolarización básica, y los errores políticos, traducidos en gasto ineficiente o irrelevante, se pagan muy caros.
Si contar con “inteligencia” se considera cuestión de vida o muerte en el ámbito militar, o también en el de transporte, infraestructuras, energía, deporte y tantos otros, la mayor complejidad del sector educativo no debería dejar muchas dudas sobre la necesidad de que sus políticas estén informadas por la evidencia. Por eso tiene sentido defender que la “inteligencia educativa” debe contemplarse como un bien público. Aun así, la creciente polarización política del sector educativo hace que, tanto a derecha como a izquierda, se ponga en cuestión no ya solo la necesidad de usar la evidencia para tomar decisiones políticas, sino incluso la legitimidad de la propia evidencia disponible y su carácter de bien público imprescindible. La ausencia o la no disponibilidad de datos les compensa a algunos porque supuestamente evita los riesgos y peligros de un mal uso político o mediático de la evidencia. Para otros, con menos escrúpulos, los expertos y científicos en general son poco fiables y es mejor mantenerlos al margen de las decisiones políticas.
De todo lo que hicimos, ¿cuánto fue realmente bueno? [1]
Los organismos internacionales han desempeñado un papel protagonista en la consolidación de una agenda global de políticas educativas informadas por la evidencia. Esto ha tenido, por el momento, consecuencias claramente positivas y también algunas que no lo son tanto. Entre las primeras, como decíamos, está el desenmascaramiento de esos vendedores de crecepelos mágicos que tanto abundan en educación. Estos seguirán existiendo siempre, pero quien quiera aprovechar la evidencia ya disponible, podrá evitar malgastar recursos en intervenciones que no pasan de ser una moda o que sirvan a intereses ajenos al aprendizaje de los estudiantes. Además, al empeño y a la influencia de los organismos internacionales hay que atribuir también el cambio de foco desde los insumos del sistema educativo, o incluso desde el interés por los procesos, a colocar en primer plano la evidencia sobre los resultados. Entre otras cosas, esto ha permitido a muchos actores cambiar la estrategia de financiación poniendo el foco en financiar resultados conseguidos. Un ejemplo más de esas consecuencias positivas es el del ascenso de la educación infantil en la lista de prioridades de gasto y desarrollo, al tiempo que se terminó con la tradicional guerra entre niveles educativos gracias a la acumulación de evidencia de que, por ejemplo, la expansión de la secundaria actuaba como un factor clave para conseguir la universalización de la primaria, o que la mejora de la calidad de la educación superior aseguraba mejor profesorado de primaria.
Entre las consecuencias negativas, ha estado la emergencia y el ascenso de una ortodoxia en materia educativa inspirada en las políticas de los países anglosajones, hasta hoy los más influyentes en los organismos internacionales (y más allá). La presión por conseguir resultados rápidos ha llevado a la hegemonía del principio “qué funciona” (el proverbial what works, en sus versiones más reduccionistas), que sigue abonando el espejismo de que pudieran existir piedras filosofales y modelos de talla única en educación, algo que, por cierto, la evidencia contradice una y otra vez. Además, los marcos temporales necesarios para la puesta en marcha de las reformas educativas y ya no digamos para ver sus resultados, no coinciden con los tiempos de la política, lo que añade aún más complejidad al sector, lo devalúa ante la opinión pública, y tal vez haya contribuido a su creciente politización.
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Este protagonismo de los organismos internacionales en materia de política educativa es controvertido, y no solamente por el enorme impacto mediático de PISA. Recordemos, por ejemplo, que la propia Comisión Europea no pudo ni siquiera empezar a hablar de política educativa comunitaria hasta bien avanzada la década de los 90. Y es que la educación se ha considerado tradicionalmente una cuestión doméstica de cada país, donde no eran bienvenidas las injerencias externas, y menos de organismos internacionales percibidos como poco democráticos, dominados por las superpotencias, o poblados de meros tecnócratas. No es raro, por tanto, que, para muchos responsables políticos en todo el mundo, la agenda de las políticas informadas por la evidencia en educación se haya percibido – y se siga percibiendo – como una injerencia. Entre los académicos e investigadores, es decir, aquellos cuyo principal cometido sería precisamente el de producir evidencia sobre la educación, es frecuente el desprecio condescendiente y airado del trabajo de los organismos internacionales, a quienes se percibe como una suerte de competencia desleal y, en consecuencia, veladamente se acusa de intrusismo. Esto ocurre a pesar de que quienes están por detrás del trabajo de esos organismos internacionales son justamente académicos (o ex académicos). Una vez más, PISA es el ejemplo perfecto: puesta en cuestión tradicionalmente desde buena parte de la izquierda académica, también lo está siendo ahora desde la derecha más montaraz. A unos les incomoda haber sido desplazados como brujos de la tribu; a otros parece molestarles no ser ellos quienes llevan el negocio. En ambos casos, hay una cierta nostalgia de los tiempos de la opacidad, de aquellos felices años en que cualquier país podía afirmar con una sonrisa complacida que todos sus escolares están por encima de la media, como en el legendario Lake Wobegon.
Cómo citar esta entrada:
Moreno, Juan Manuel (2023). La construcción de políticas educativas basada en evidencia: ¿Qué papel han jugado los organismos internacionales? Aula Magna 2.0 [Blog]. https://cuedespyd.hypotheses.org/13075
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[1] John Adams, en su ópera Nixon en China, pone esta pregunta en boca de Zhou Enlai, con la que el ex primer ministro chino, y en paralelo el propio Nixon, hacen examen de conciencia de su pasado.
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Tomado de Aula Magna 2.0 con permiso de sus editores